Jueves
2 de mayo.
La
madrugada del jueves nos encuentra todavía en el patio de la casa
del Pato, muy de asado del Día del Trabajador.
El
Pato está casado. Vive con su mujer Cecilia y tienen un pibe de diez
años: Mateo. Esta noche, Cecilia cenó adentro (afuera estaba
fresco) y Mateo se la pasó en la Play hasta que a las once la madre
lo mandó a dormir. Nosotros cinco nos hemos quedado un rato más (no
mucho, al otro día se trabaja), haciendo sobremesa y cargándolo al
Tincho, que se ha quedado afuera del recital del Indio por tener el
casamiento de su hermano en Córdoba. Qué puta casualidad. Justo el
mismo día: sábado 14 de setiembre.
–
Miralo de esta forma
– advierte el Bruno–: todos vamos a estar en misa. Vos en Córdoba
y nosotros en el Malvinas.
–
Pero en la fiesta te
ponen los Redondos – dice el Facundo –. ¿Cómo no van a poner
“Susanita” en homenaje a la novia?
Al
Pato lo noto abstraído. Festeja las jodas a medias. No distingo si
es por solidaridad con el Tincho o si hay otra razón, pero no es el
anfitrión de siempre. Me da la sensación de que las cosas con
Cecilia no están del todo bien. Y que su ausencia en la mesa no
tiene que ver con el fresco de la noche.
Cerca
de la una y media de la mañana, cuando partimos con el Bruno y lo
acerco hasta su casa, éste esgrime la firme determinación de que el
Tincho no puede faltar a la misa del 14, que hay que hacer algo por
él.
–
Alguna operación
tipo rescate – digo serio, lo suficientemente serio como para
demostrar que bromeo. Pero su silencio prolongado me confunde.
Por
la mañana piso el museo a las nueve y media. A María Teresa, mi
jefa, se la ve mucho más tranquila después de Vendimia. A todos los
empleados del Ministerio de Cultura nos pasa lo mismo: después de
Vendimia bajamos tres cambios.
Vendimia
son seis meses de baile. Empieza despacio, con la cadencia de un
vals, yendo de aquí para allá con ritmo controlado… casi
mecánico. Así desde octubre hasta comienzos de diciembre, subiendo
el ritmo cada vez más. Hasta que se pankea. Enero, febrero y marzo
son un pogo auténtico: a los saltos, las patadas y las piñas, todos
contra todos. En abril se acaba. Bajamos tres cambios y empieza la
mayoría de las licencias.
De
hecho, María Teresa aún no se ha tomado la suya. Yo sí: a mí me
tocó en enero. Al fin una, carajo.
Viernes
3 de mayo.
Otra vez, María Teresa se pasó toda la mañana en el Ministerio y
yo me fui a casa cuando se cumplió mi horario sin tener noticias
suyas. Están reprogramando las actividades del segundo semestre del
museo; de ahí las reuniones con el ministro. Junio, julio y agosto
se vienen a full. Muestras, recitales, charlas, talleres…
María
Teresa es una mina joven. Tiene 47 años, no es la mujer mayor que su
nombre podría anticipar. Y como es de carácter fuerte, sensible para el arte y
adicta al trabajo, la mina es una máquina. No para nunca. Por un lado está genial, porque es muy estimulante: laburo no falta. Pero a veces se pasa de rosca y dan ganas de matarla. De encerrarla en el depósito del
museo hasta que se le pase. Aunque eso signifique que se la encuentre la gente de la próxima
gestión.
Sábado
4 de mayo.
Cumpleaños
de Victoria, la mujer del Tincho.
Claro,
porque no lo conté aún: el Tincho y el Pato son los únicos casados
del quinteto (el Bruno, el Facundo y yo estamos solteros). El Tincho
también es padre, pero de tres nenas: una mayor de 17 años y
mellizas de 12.
Diez
de la noche. La casa del Tincho y Victoria está atestada de gente
repartida en grupos por todos los ambientes. Nosotros hemos ido
todos: Bruno, Facundo y yo, más el Pato, que ha venido con Cecilia y
Mateo. El Pato tiene la misma cara de culo que la noche del asado, o
peor. A ella tampoco se la ve muy feliz; es obvio que han venido sólo
para cumplir. Cuando Cecilia sale un momento al baño, me le acerco
al Pato y le pregunto si está todo bien.
–
No, Iñaki – me
responde -, todo mal. Ya te voy a contar, ahora no da.
Fernet
en mano, me alejo del Pato en dirección al Bruno, que está solo,
junto a la biblioteca del Tincho. Con la mano izquierda sostiene un
ejemplar de El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, y con la derecha un
vaso de Campari. Cuando estoy al lado, él vuelve el libro a su lugar
mientras me dice:
–
Estuve pensando en lo que propusiste los otros días. La “operación
rescate” para que el Tincho no falte a la misa de setiembre.
–
Yo no propuse un carajo – le contesto.
–
Sí, en el auto, la noche del asado. Por ahí no te acordás.
–
Acordarme me acuerdo perfectamente. Por eso te digo: yo no propuse un
carajo. Era una joda. Si no captaste la sutileza, estamos en
problemas.
–
Bueno, yo estuve pensando igual.
–
No quiero ni escucharlo.
Martes
7 de mayo.
Once
de la mañana, mensaje
del Pato:
“Si podés salir te invito un café. En Bonafide peatonal, en 15.”
Cuando
llego a la planta alta del bar, lo noto de mejor talante que la
semana pasada. Y ni bien me siento a su mesa, se disculpa por no
haberme podido explicar el sábado la situación.
–
La Ceci. Quiere que la lleve al recital – me dice.
–
¿Y?
–
¡Ni en pedo! Voy a tener que estar cuidándola, no voy a poder
poguear, no me voy a poder prender un puto porro… No, ni en pedo.
El
pato interrumpe su discurso para darle un trago a su café. Y sigue.
–
Por eso no comió con nosotros la noche del asado. No daba. Habíamos
tenido una discusión y no daba. Es más: estuve por suspenderlo al
asado, pero ya habíamos quedado.
–
¿Y entonces? ¿Qué va a pasar?
El
Pato mira para afuera, hacia la calle 9 de julio.
–
No sé. Si sigue insistiendo, no voy una mierda y listo.
Miércoles
8 de mayo.
Una
del mediodía, mensaje
del Bruno:
“Tengo que contarte una idea”. Mi respuesta: “¿Acerca?”. Él:
“O.R.T.”. Yo: “¿O.R.T.?”. Él: “Operación Rescate
Tincho”. Yo: “Vos estás en pedo”. Él: “Te va a encantar”.
Yo: “Lo dudo”.
Jueves 9 de mayo.
Ocho
de la tarde, mensaje del Pato: “Se pudrió todo, no voy nada”.
Viernes 10 de mayo.
Once
de la noche, mensaje del Bruno: “Se le complicó al Pato. Se viene
la O.R.P.”.
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